El camello y el cerdo.
Un camello y un cerdo tuvieron la oportunidad de encontrarse en un país lejano y como ninguno había visto al otro antes, comenzaron a jactarse de sus cualidades.
—La mayor distinción proviene de ser alto— dijo el camello—. ¡Mírame cerdo, mira qué alto soy!
El cerdo miró al camello, pero no se sintió inferior a él.
—Estás equivocado, camello— argumentó el cerdo. —No hay nada en el mundo tan importante como ser corto de estatura. ¡Mira y admira lo bajo que soy!
El camello miró al cerdo sin cambiar de opinión:
—Este asunto debe ser resuelto por una prueba—dijo—. Si no logro demostrarte que ser alto es mejor, me quitaré la joroba.
—Está bien, acepto la prueba— respondió el cerdo—. Si no puedo demostrarte que ser bajo es mejor, me quitaré el hocico.
Así que el camello y el cerdo emprendieron un viaje juntos para saber cuál de los dos era el más distinguido e importante. Con el transcurso del tiempo llegaron a un jardín completamente rodeado por un muro de piedra en el que no había ninguna puerta.
El camello se paró al frente del muro para observar las plantas creciendo abundantemente en el jardín. Luego, estiró su largo cuello por encima del muro y comió las más jugosas hojas y tallos. Al terminar su banquete, se acercó al cerdo, que se encontraba parado junto al muro sin poder ver las deliciosas cosas del jardín.
—¿Qué prefieres ser, alto o bajo? —preguntó el camello mientras reanudaban la marcha.
El cerdo no respondió.
Pronto, llegaron a un segundo jardín, rodeado por un muro muy, pero muy alto. Al final del muro había una puerta muy pequeña. El cerdo abrió la puerta y entró al jardín. Entonces, comió los vegetales maduros que encontró allí y salió riéndose del camello, que no pudo pasar por la puerta ni alcanzar la pared.
—¿Qué prefieres ser, alto o bajo? —preguntó el cerdo.
Pero el camello no respondió.
Los dos reflexionaron sobre el asunto por un buen rato y decidieron que el camello tenía sus razones para conservar su joroba y el cerdo para conservar su hocico. Porque es bueno distinguirse por ser alto cuando se necesita estatura y en ocasiones también es importante ser corto.
Moraleja: No te compares con otros, ser diferente no significa ser inferior.
El león y el ratón.
En un día muy soleado, dormía plácidamente un león cuando un pequeño ratón pasó por su lado y lo despertó. Iracundo, el león tomó al ratón con sus enormes garras y cuando estaba a punto de aplastarlo, escuchó al ratoncito decirle:
—Déjame ir, puede que algún día llegues a necesitarme.
Fue tanta la risa que estas palabras le causaron, que el león decidió soltarlo.
Al cabo de unas pocas horas, el león quedó atrapado en las redes de unos cazadores. El ratón, fiel a su promesa, acudió en su ayuda. Sin tiempo que perder, comenzó a morder la red hasta dejar al león en libertad.
El león agradeció al ratón por haberlo salvado y desde ese día comprendió que todos los seres son importantes.
Moraleja: No menosprecies a los demás, todos tenemos las cualidades que nos hacen muy especiales
La liebre y la tortuga.
Había una vez una liebre muy vanidosa que se pasaba todo el día presumiendo de lo rápido que podía correr.
Cansada de siempre escuchar sus alardes, la tortuga la retó a competir en una carrera.
—Qué chistosa que eres tortuga, debes estar bromeando—dijo la liebre mientras se reía a carcajadas.
—Ya veremos liebre, guarda tus palabras hasta después de la carrera— respondió la tortuga.
Al día siguiente, los animales del bosque se reunieron para presenciar la carrera. Todos querían ver si la tortuga en realidad podía vencer a la liebre.
El oso comenzó la carrera gritando:
—¡En sus marcas, listos, ya!
La liebre se adelantó inmediatamente, corrió y corrió más rápido que nunca. Luego, miró hacia atrás y vio que la tortuga se encontraba a unos pocos pasos de la línea de inicio.
—Tortuga lenta e ingenua—pensó la liebre—. ¿Por qué habrá querido competir, si no tiene ninguna oportunidad de ganar?
Confiada en que iba a ganar la carrera, la liebre decidió parar en medio del camino para descansar debajo de un árbol. La fresca y agradable sombra del árbol era muy relajante, tanto así que la liebre se quedó dormida.
Mientras tanto, la tortuga siguió caminando lento, pero sin pausa. Estaba decidida a no darse por vencida. Pronto, se encontró con la liebre durmiendo plácidamente. ¡La tortuga estaba ganando la carrera!
Cuando la tortuga se acercó a la meta, todos los animales del bosque comenzaron a gritar de emoción. Los gritos despertaron a la liebre, que no podía dar crédito a sus ojos: la tortuga estaba cruzando la meta y ella había perdido la carrera.
Moraleja: Ten una buena actitud y no te burles de los demás. Puedes ser más exitoso haciendo las cosas con constancia y disciplina que actuando rápida y descuidadamente
Cómo el mono se volvió bromista.
Había una vez un hermoso jardín en el que crecían toda clase de frutas. A todos los animales que habitaban en el jardín les era permitido comer las frutas que quisieran, siempre y cuando observaran una regla: debían hacer una amable solicitud al árbol llamándolo por su nombre. Era de suma importancia decir “por favor” y no ser codiciosos.
Cada vez que un animal comía del árbol, debía asegurarse de dejar suficiente fruta para que otros animales pudieran alimentarse de él. Igualmente, las frutas que quedaban permitían a los árboles producir semillas y propagarse.
Si un animal deseaba comer higos, su solicitud debía sonar como esta: “Oh, higuera, oh, higuera, por favor dame un poco de tu fruta“; o si deseaban comer naranjas, tenían que decir: “Oh, naranjo, oh, naranjo, por favor dame un poco de tu fruta“.
En un rincón del jardín crecía el árbol más espléndido de todos. Era alto y hermoso, y la fruta rosada sobre sus frondosas ramas lucía maravillosamente tentadora. Ningún animal había probado esa fruta, porque ninguno podía recordar su nombre.
En una pequeña casa al final del jardín, habitaba una viejecita que conocía los nombres de todos los árboles frutales que crecían en el jardín. Los animales a menudo se acercaban a ella y le preguntaban el nombre del maravilloso árbol frutal, pero el árbol estaba tan lejos de la casa de la viejecita que ningún animal lograba recordar el largo y difícil nombre cuando llegaban hasta él
Sin embargo, el mono era muy ingenioso y pensó en un truco. Quizás no lo sepas, pero el mono de esta leyenda sabe cómo tocar la guitarra. Con su instrumento debajo del brazo fue a la pequeña casa de la viejecita. Cuando la viejecita le dijo el nombre del maravilloso árbol frutal, él inventó una pequeña melodía y la cantó una y otra vez desde la pequeña casa de la anciana hasta el lugar del jardín donde crecía el árbol.
En el camino, los animales le preguntaron qué canción nueva entonaba, pero el mono no respondió ni una palabra. Siguió marchando de frente, tocando su melodía una y otra vez con su guitarra y cantando suavemente el largo y difícil nombre del árbol.
Por fin, el mono llegó al rincón del jardín donde crecía el maravilloso árbol frutal. Nunca lo había visto tan hermoso. Su fruta rosada brillaba a la luz del sol. El mono hizo su amable solicitud, diciendo su largo y difícil nombre dos veces sin olvidar el importante “por favor“.
¡Qué hermoso color y qué delicioso olor tenía su fruta! El mono nunca en toda su vida había estado tan cerca de algo que oliera tan delicioso. Entonces, tomó un gran bocado. ¡Qué cara hizo! Esa hermosa fruta de olor dulce era amarga y agria, y tenía un sabor repugnante. El mono la tiró tan lejos como pudo.
El mono nunca olvidó el nombre del árbol y la pequeña melodía que había inventado. Tampoco olvidó cómo sabía la fruta. Tanto fue su desagrado que nunca volvió a comerla. Pero después de esta experiencia, su broma favorita era invitar a los otros animales a probar la fruta del árbol maravilloso, solo para ver las caras que hacían con el primer mordisco.
¡Y fue así como el mono se volvió bromista!
Los tres cerditos.
En un pueblito no muy lejano, vivía una mamá cerdita junto con sus tres cerditos. Todos eran muy felices hasta que un día la mamá cerdita les dijo:
—Hijitos, ustedes ya han crecido, es tiempo de que sean cerditos adultos y vivan por sí mismos.
Antes de dejarlos ir, les dijo:
—En el mundo nada llega fácil, por lo tanto, deben aprender a trabajar para lograr sus sueños.
Mamá cerdita se despidió con un besito en la mejilla y los tres cerditos se fueron a vivir en el mundo.
El cerdito menor, que era muy, pero muy perezoso, no prestó atención a las palabras de mamá cerdita y decidió construir una casita de paja para terminar temprano y acostarse a descansar.
El cerdito del medio, que era medio perezoso, medio prestó atención a las palabras de mamá cerdita y construyó una casita de palos. La casita le quedó chueca porque como era medio perezoso no quiso leer las instrucciones para construirla.
La cerdita mayor, que era la más aplicada de todos, prestó mucha atención a las palabras de mamá cerdita y quiso construir una casita de ladrillos. La construcción de su casita le tomaría mucho más tiempo. Pero esto no le importó; su nuevo hogar la albergaría del frío y también del temible lobo feroz…
Y hablando del temible lobo feroz, este se encontraba merodeando por el bosque cuando vio al cerdito menor durmiendo tranquilamente a través de su ventana. Al lobo le entró un enorme apetito y pensó que el cerdito sería un muy delicioso bocadillo, así que tocó a la puerta y dijo:
—Cerdito, cerdito, déjame entrar.
El cerdito menor se despertó asustado y respondió:
—¡No, no y no!, nunca te dejaré entrar.
El lobo feroz se enfureció y dijo:
Soplaré y resoplaré y tu casa derribaré.
El lobo sopló y resopló con todas sus fuerzas y la casita de paja se vino al piso. Afortunadamente, el cerdito menor había escapado hacia la casa del cerdito del medio mientras el lobo seguía soplando.
El pastorcito mentiroso.
Había una vez un pastorcito que cuidaba su rebaño en la cima de la colina. Él se encontraba muy aburrido y para divertirse se le ocurrió hacerles una broma a los aldeanos. Luego de respirar profundo, el pastorcito gritó:
—¡Lobo, lobo! Hay un lobo que persigue las ovejas.
Los aldeanos llegaron corriendo para ayudar al pastorcito y ahuyentar al lobo. Pero al llegar a la cima de la colina no encontraron ningún lobo. El pastorcito se echó a reír al ver sus rostros enojados.
—No grites lobo, cuando no hay ningún lobo —dijeron los aldeanos y se fueron enojados colina abajo.
Luego de unas pocas horas, el pastorcito gritó nuevamente:
—¡Lobo, lobo! El lobo está persiguiendo las ovejas.
Los aldeanos corrieron nuevamente a auxiliarlo, pero al ver que no había ningún lobo le dijeron al pastorcito con severidad:
—No grites lobo cuando no hay ningún lobo, hazlo cuando en realidad un lobo esté persiguiendo las ovejas.
Pero el pastorcito seguía revolcándose de la risa mientras veía a los aldeanos bajar la colina una vez más.
Más tarde, el pastorcito vio a un lobo cerca de su rebaño. Asustado, gritó tan fuerte como pudo:
—¡Lobo, lobo! El lobo persigue las ovejas.
Pero los aldeanos pensaron que él estaba tratando de engañarlos de nuevo, y esta vez no acudieron en su ayuda. El pastorcito lloró inconsolablemente mientras veía al lobo huir con todas sus ovejas.
Al atardecer, el pastorcito regresó a la aldea y les dijo a todos:
—El lobo apareció en la colina y ha escapado con todas mis ovejas. ¿Por qué no quisieron ayudarme?
Entonces los aldeanos respondieron:
—Te hubiéramos ayudado, así como lo hicimos antes; pero nadie cree en un mentiroso incluso cuando dice la verdad.
Cómo le salió la joroba al camello.
Al principio de los tiempos, cuando el mundo era muy joven y los animales empezaban a repartirse los trabajos para ayudar al hombre, había un camello que se negaba a trabajar. El muy holgazán se pasaba el día tendido en la arena, tomando el sol y masticando palitos. Cada vez que alguien le dirigía la palabra, contestaba:
—¡No me jorobes!
El lunes, se presentó un caballo con la silla y el bocado puestos, y le dijo:
—Camello, ven conmigo y corre como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
Y el caballo se marchó y le contó todo al hombre.
El martes, el perro fue a verlo con un palo en la boca y le dijo:
—Camello, busca y lleva cosas como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
Y el perro se marchó y le contó todo al hombre.
El miércoles, fue a verlo el buey con el yugo en el cuello y le dijo:
—Camello, ven y ara como hacemos todos.
—¡No me jorobes! —respondió secamente el camello.
Y el buey se marchó y le contó todo al hombre.
Al final del día, el hombre llamó al caballo, perro y buey y les dijo:
—Siento mucho que el camello no quiera colaborarles. Él es terriblemente perezoso y yo no puedo hacer otra cosa que dejarlo tranquilo. Por lo tanto, ustedes tendrán que hacer su trabajo.
Estas palabras enfurecieron muchísimo al trío de animales. Así estaban las cosas, cuando apareció un genio volando en una nube de polvo y se detuvo ante ellos.
—Genio del desierto, ¿te parece justo que, siendo este mundo tan nuevo alguien pueda ser tan vago? —dijo el caballo.
—¡Claro que no! —respondió el genio— Imagino que me estás hablando del camello. Es al único al que he visto vagando.
—Sí, es el camello de quien hablo, siempre que le pedimos que trabaje dice: «¡No me jorobes!» —contestó el perro—. Y tampoco quiere recoger cosas y llevarlas de vuelta al hombre.
—¿Ha dicho alguna otra cosa? — preguntó el genio.
—No, solo dice: «No me jorobes», y tampoco quiere arar la tierra —añadió el buey.
—Muy bien —dijo el genio—, en un momento verán cómo le daré al camello su merecida lección.
El genio se envolvió en su nube de polvo y se fue a buscar al camello. Al día siguiente, lo encontró tendido en la arena haciendo absolutamente nada y le dijo:
—Amigo camello, ¿es cierto que te niegas a colaborar con las tareas de este mundo nuevo?
—¡No me jorobes! —respondió el camello.
La insolencia del camello tomó por sorpresa al genio. Con el dedo en la barbilla empezó a pensar en un poderoso hechizo. El camello se había levantado para admirar su reflejo en un charco de agua.
—Por culpa de tu pereza, has hecho que los tres animales tengan que trabajar más.
—¡No me jorobes! —exclamó el camello.
—No vuelvas a decirme eso —le advirtió el genio—. ¡Te ordeno que te pongas a trabajar inmediatamente!
El camello miró al genio y dijo otra vez:
—¡No me jorobes!
Pero con solo decirlo, vio cómo su lomo, del que se sentía tan orgulloso, se hinchó y se hinchó hasta convertirse en una enorme joroba.
—¿Ves lo que te ha pasado? —dijo el genio—. Es la joroba que tú mismo te has puesto encima por haragán. Hoy es jueves y desde el lunes no has hecho nada.
—¿Cómo quieres que trabaje con esta joroba en la espalda? —preguntó el camello.
—Esa joroba tiene un propósito —contestó el genio—, y todo porque has perdido tres días. Ahora podrás trabajar tres días sin comer, porque puedes vivir de tu joroba; y no digas que no he hecho nada por ti. Sal del desierto, ve con los tres animales y pórtate bien.
Desde aquel día, el camello anda con su joroba a cuestas. Aunque siendo un tanto vanidoso, prefiere que la llamen giba.
El ganso de oro.
Había una vez un hombre que tenía tres hijos. Al más joven de los tres lo llamaban Tontín, y era despreciado, burlado, y dejado de lado en cada ocasión.
Un día, quiso el hijo mayor ir al bosque a cortar leña, su madre le dio una deliciosa torta de huevo y una botella de leche para que no pasara hambre ni sed. Al llegar al bosque se encontró con un hombrecillo de pelo gris y muy viejo que lo saludó cortésmente y le dijo:
— Por favor dame un trozo de torta y un sorbo de tu leche, pues estoy hambriento y sediento.
—Si te doy pastel y leche, me quedaré sin qué comer —respondió el hijo mayor—. Y dejó plantado al hombrecillo para seguir su camino. Pero cuando comenzó a talar un árbol, dio un golpe equivocado y se lastimó el brazo con el hacha, por lo que tuvo que regresar a casa. Con ese golpe, pagó por su comportamiento con el hombrecillo.
A continuación, partió el segundo hijo al bosque y como al mayor, su madre le dio una deliciosa torta y una botella de leche. También le salió al paso el hombrecillo gris y le pidió un trocito de torta y un sorbo de leche. El segundo hijo le contestó con desprecio:
—Si te doy, me quedo sin qué comer—. Sin más, dejó al hombrecillo y siguió su camino hacia el árbol más frondoso. El castigo no se hizo esperar; no había dado más que unos pocos hachazos, cuando se golpeó la pierna y tuvo que regresar a casa.
En ese momento, dijo Tontín: —Padre, déjame ir a cortar leña.
El padre contestó: —Tus hermanos se han hecho daño, así que déjalo ya. Tú no entiendes nada de esto.
Pero Tontín insistió tanto, que finalmente el padre dijo: —Anda, ve; ya aprenderás a fuerza de golpes.
La madre le dio una torta que había hecho con agua y harina y una botella de leche agria. Cuando llegó al bosque, se tropezó con el viejo hombrecillo gris que lo saludó y le dijo:
— Por favor dame un trozo de torta y un trago de tu botella, pues tengo mucha hambre y sed.
Tontín le respondió: —Sólo tengo una torta de harina y leche agria, pero si te apetece, sentémonos y comamos.
Los dos hombres comieron y bebieron y luego dijo el hombrecillo:
—Como tienes buen corazón y te gusta compartir, te voy a hacer un regalo. Allí hay un árbol viejo, córtalo y encontrarás algo en la raíz. Dicho esto, el hombrecillo se despidió.
Tontín se dirigió hacia el árbol, lo taló y cuando este cayó, encontró en la raíz un gran ganso que tenía las plumas de oro puro. Lo sacó de allí, llevándoselo consigo y se dirigió a una posada para pasar la noche. El posadero tenía tres hijas que, al ver el ganso, sintieron curiosidad por conocer qué clase de ave maravillosa era aquella. La mayor pensó: «Ya tendré ocasión de arrancarle una pluma.» Tan pronto Tontín había salido, tomó al ganso por un ala, pero el dedo y la mano se le quedaron allí pegados. Poco después llegó la segunda, que no tenía otro pensamiento que arrancar una pluma de oro; pero apenas tocó a su hermana, se quedó pegada a ella. Finalmente llegó la tercera con las mismas intenciones. Entonces gritaron las dos hermanas:
—¡No te acerques, por tu bien, no te acerques!
Pero ella no entendió por qué no tenía que acercarse y pensó: «Si ellas están ahí, también puedo estarlo yo», y se acercó dando saltos; pero apenas había tocado a su hermana se quedó pegada a ella. Así que tuvieron que pasar la noche pegadas al ganso.
A la mañana siguiente Tontín tomó el ganso en brazos sin preocuparse de las tres jóvenes que estaban pegadas. Ellas tuvieron que correr detrás de él, a la derecha o a la izquierda, según se le ocurriera ir.
En medio del campo se encontraron con el cura y, cuando este vio el cortejo, dijo:
—¿Pero no les da vergüenza muchachas, seguir así a un joven por el campo? ¿Creen que eso está bien?
Con estas palabras, tomó a la más joven de la mano con el fin de separarla, pero se quedó igualmente pegado y tuvo que correr también detrás. Poco después llegó el sacristán y vio al señor cura seguir a las jóvenes. Se asombró y gritó:
—¡Ay, señor cura! ¿Adónde va con tanta prisa? No olvide que hoy todavía tenemos un bautizo.
Se dirigió hacia él y lo tomó del abrigo, quedando también allí pegado. Iban los cinco corriendo uno tras otro, cuando se aproximaron dos campesinos con sus azadones. El cura los llamó y les pidió que lo liberaran a él y al sacristán. Pero apenas habían tocado al sacristán, se quedaron allí pegados y de ese modo ya eran siete los que corrían tras Tontín y el ganso.
Pronto llegaron a una ciudad, donde el rey que gobernaba tenía una hija que era tan seria que nadie podía hacerla reír. Para ese entonces él había firmado una ley diciendo que el hombre que fuera capaz de hacerla reír podía casarse con ella. Cuando Tontín escuchó esto, fue con su ganso y todo su tren de seguidores ante la hija del rey. Tan pronto ella vio a las siete personas correr sin cesar, uno detrás del otro, de aquí para allá, comenzó a reír a carcajadas. Tontín se ganó el corazón de la princesa al haberle devuelto su risa. Los dos se casaron y fueron felices para siempre.
Ratón de Campo y Ratón de Ciudad.
En un día soleado, Ratón de Campo recibió la visita inesperada de su primo, Ratón de Ciudad.
Feliz de contar con la compañía de alguien, Ratón de Campo sirvió la cena, la cual consistía en tres nueces y unos pequeños restos de queso. Al llegar la noche, preparó una cama con hojas secas en el sitio más calientito y seguro de su humilde agujero.
Ratón de Ciudad sorprendido por la pobreza en la que vivía Ratón de Campo dijo:
—Primo, no entiendo cómo puedes comer unas cuantas nueces y dormir en una cama de hojas secas. Ven conmigo a la ciudad y te mostraré cómo debes vivir.
Ratón de Campo estaba tan feliz que no pudo dormir esa noche.
A la mañana siguiente, los dos ratones viajaron a la ciudad escondidos en el baúl de un coche. Ya era de noche cuando llegaron a la lujosa casa donde vivía Ratón de Ciudad.
—Mira dónde duermo —dijo Ratón de Ciudad señalando una cómoda cama hecha de algodón—. Pero antes de dormir, busquemos algo de comer.
Ratón de Ciudad llevó a Ratón de Campo hacia la cocina. Al poco tiempo se encontraban comiendo restos de pasta, pastel y helado de chocolate. De repente, escucharon un alarmante maullido.
—¡Es el gato de la casa! —dijo Ratón de Ciudad.
En un abrir y cerrar de ojos, el gato se abalanzó sobre ellos.
Los dos ratones lograron escapar atravesando la enorme mesa hasta llegar a un hueco en la pared.
Ratón de Campo estaba tan asustado que sentía sus patitas temblar:
—Apenas se vaya el gato, me devuelvo para mi casa —dijo sin vacilar.
—¿Por qué quieres irte tan pronto? —preguntó Ratón de Ciudad.
—Porque es mejor comer nueces en un lugar seguro, que pastel con helado de chocolate y estar siempre en peligro —respondió Ratón de Campo, todavía muy tembloroso.
Moraleja: Si tener muchas cosas no te permite una vida tranquila, es mejor tener menos y ser feliz.
Las ranas y el balde de leche.
Érase una vez dos ranitas hermanas que vivían en un lago cerca de una granja lechera. Una mañana soleada, las dos ranitas jugaban y cazaban moscas en el lago. Pero después de un rato se aburrieron y saltaron con emoción hacia una granja lechera donde nunca antes habían estado. ¡Era el día perfecto para explorar!
Al llegar, encontraron un balde lleno hasta la mitad con leche y como ranitas que se respeten, saltaron para nadar en él.
Pronto se dieron cuenta de que el líquido blanco en el que estaban nadando era muy delicioso y se llenaron el estómago con leche fresca y cremosa. Al cabo de unas horas, decidieron que era tiempo de saltar del balde y regresar al lago, pero las paredes del balde eran demasiado resbaladizas y el borde quedaba demasiado alto. ¡Estaban atrapadas!
Las dos ranitas nadaron y patalearon, luchando por salir. Hasta que finalmente la ranita mayor dijo:
—Esto es inútil, nunca saldremos de aquí, no puedo nadar más, así que voy a dejar de patalear.
La ranita mayor cerró los ojos y se quedó flotando en el líquido blanco. Pero la ranita menor no quería darse por vencida, así que siguió luchando para salir del balde:
—Puede que nunca salgamos de aquí, pero seguiré nadando y pataleando hasta que no me queden fuerzas —dijo con convicción.
La ranita menor tenía la esperanza de encontrar una salida si se esforzaba lo suficiente. Finalmente, la ranita menor se agotó por completo y tuvo que dejar de nadar; no le quedaban fuerzas para continuar. No obstante, cuando estaba a punto de darse por vencida, no se hundió. La ranita había nadado y pataleado tanto que había convertido la leche en un enorme trozo de mantequilla desde el cual era muy fácil saltar.
—Abre los ojos hermanita —le dijo a la ranita mayor— ¡Es hora de regresar a casa!
—¡Gracias hermanita! —exclamó feliz la ranita mayor— Si no es por tu perseverancia nunca hubiéramos salido de este lugar.
Las dos ranitas regresaron al lago muy agradecidas de haber sobrevivido.
Anansi y Tortuga.
Un día, la araña Anansi recogió unos ñames de su huerto. Sin espera, los horneó con cuidado y deleitado se sentó a comer. Justo en ese momento, escuchó que llamaban a la puerta.
—¿Quién podrá ser? —se preguntó muy irritado—. Al abrir la puerta descubrió que era su amigo Tortuga.
Tortuga, muy hambriento y cansado le preguntó si podía acompañarlo a comer. Anansi era muy egoísta y no quería compartir sus ñames, pero según las leyes de la jungla, no podía negarse a dejar entrar un amigo a su casa. Sin más remedio, Anasi invitó a Tortuga a pasar.
—Algo se me ocurrirá para evitar que mis dulces ñames terminen en el plato de Tortuga —pensó la araña.
Tortuga entró y se sentó a la mesa, cuando alcanzaba la cacerola con los ñames, Anansi pegó un grito:
—¡Detente Tortuga!, tus manos están muy sucias. Qué malos modales tienes, ve y lávate las manos al río.
Efectivamente, las manos de Tortuga estaban sucias porque había estado arrastrándose por el camino todo el día. Avergonzado, fue al río lo más rápido que pudo, y allí se lavó las manos. Cuando regresó, Anansi había comenzado a comer.
— Yo no quería que los ñames se enfriaran, por eso comencé sin ti —dijo Anansi—. Come, mi querido amigo.
Tortuga se sentó de nuevo, no había alcanzado la cacerola cuando escuchó un grito:
—¡Detente Tortuga!, ¿acaso no me escuchaste antes?, tus manos están muy sucias. Qué malos modales tienes, ve y lávate las manos al río.
Resulta que las manos de Tortuga se habían vuelto a ensuciar, pues se había arrastrado sobre ellas por el camino de regreso. Así que, una vez más se fue al río. Cuando terminó de lavarse, se arrastró sobre la hierba para no ensuciarse más. En su ausencia, Anansi se comió todas los ñames.
Al regresar, Tortuga notó la cacerola vacía. Desconcertado, miró a Anansi y le dijo:
— Gracias amigo por haberme dejado pasar, te invito mañana a mi casa para devolverte el favor.
Al día siguiente, Anansi se encontró con Tortuga en las orillas del río.
—Ven amigo, ya está lista la cena —dijo Tortuga mientras nadaba hasta el fondo del agua.
Pero Anansi no podía nadar como Tortuga, su cuerpo era muy ligero y siempre terminaba flotando. Entonces tuvo una idea: recogió muchas piedras de la orilla y las metió en los bolsillos de su elegante abrigo. Luego, se sumergió en el agua logrando nadar hasta el fondo del río.
No demoró mucho en llegar a casa de su amigo. Tortuga, siendo un estupendo cocinero, había cubierto la mesa con los más exquisitos platos.
Anansi se sentó a la mesa y cuando alcanzaba uno de los finos platos, Tortuga exclamó:
—¡Detente Anansi!, traes puesto tu abrigo. Qué malos modales tienes, ve al perchero y cuelga tu abrigo.
Anansi se quitó el abrigo lleno de piedras y en un abrir y cerrar de ojos, salió propulsado hasta la superficie del agua. Con su estómago vacío, podía ver a Tortuga deleitarse con su deliciosa comida.
Fue así como Anansi, la araña, prometió no volverse a valer de sus artimañas.
Ricitos de Oro
Érase una vez una familia de osos que vivían en una linda casita en el bosque. Papá Oso era muy grande, Mamá Osa era de tamaño mediano y Osito era pequeño.
Una mañana, Mamá Osa sirvió la más deliciosa avena para el desayuno, pero como estaba demasiado caliente para comer, los tres osos decidieron ir de paseo por el bosque mientras se enfriaba. Al cabo de unos minutos, una niña llamada Ricitos de Oro llegó a la casa de los osos y tocó la puerta. Al no encontrar respuesta, abrió la puerta y entró en la casa sin permiso.
En la cocina había una mesa con tres tazas de avena: una grande, una mediana y una pequeña. Ricitos de Oro tenía un gran apetito y la avena se veía deliciosa. Primero, probó la avena de la taza grande, pero la avena estaba muy fría y no le gustó. Luego, probó la avena de la taza mediana, pero la avena estaba muy caliente y tampoco le gustó. Por último, probó la avena de la taza pequeña y esta vez la avena no estaba ni fría ni caliente, ¡estaba perfecta! La avena estaba tan deliciosa que se la comió toda sin dejar ni un poquito.
Después de comer el desayuno de los osos, Ricitos de Oro fue a la sala. En la sala había tres sillas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero, se sentó en la silla grande, pero la silla era muy alta y no le gustó. Luego, se sentó en la silla mediana, pero la silla era muy ancha y tampoco le gustó. Fue entonces que encontró la silla pequeña y se sentó en ella, pero la silla era frágil y se rompió bajo su peso.
Buscando un lugar para descansar, Ricitos de Oro subió las escaleras, al final del pasillo había un cuarto con tres camas: una grande, una mediana y una pequeña. Primero, se subió a la cama grande, pero estaba demasiado dura y no le gustó. Después, se subió a la cama mediana, pero estaba demasiado blanda y tampoco le gustó. Entonces, se acostó en la cama pequeña, la cama no estaba ni demasiado dura ni demasiado blanda. De hecho, ¡se sentía perfecta! Ricitos de Oro se quedó profundamente dormida.
Al poco tiempo, los tres osos regresaron del paseo por el bosque. Papá Oso notó inmediatamente que la puerta se encontraba abierta:
—Alguien ha entrado a nuestra casa sin permiso, se sentó en mi silla y probó mi avena —dijo Papá Oso con una gran voz de enfado.
—Alguien se ha sentado en mi silla y probó mi avena —dijo Mamá Osa con una voz medio enojada.
Entonces, dijo Osito con su pequeña voz:
—Alguien se comió toda mi avena y rompió mi silla.
Los tres osos subieron la escalera. Al entrar en la habitación, Papá Oso dijo:
—¡Alguien se ha acostado en mi cama!
Y Mamá Osa exclamó:
—¡Alguien se ha acostado en mi cama también!
Y Osito dijo:
—¡Alguien está durmiendo en mi cama! —y se puso a llorar desconsoladamente.
El llanto de Osito despertó a Ricitos de Oro, que muy asustada saltó de la cama y corrió escaleras abajo hasta llegar al bosque para jamás regresar a la casa de los osos.
El patito feo
En la granja había un gran alboroto: los polluelos de Mamá Pata estaban rompiendo el cascarón.
Uno a uno, comenzaron a salir. Mamá Pata estaba tan emocionada con sus adorables patitos que no notó que uno de sus huevos, el más grande de todos, permanecía intacto.
A las pocas horas, el último huevo comenzó a romperse. Mamá Pata, todos los polluelos y los animales de la granja, se encontraban a la expectativa de conocer al pequeño que tardaba en nacer. De repente, del cascarón salió un patito muy alegre. Cuando todos lo vieron se quedaron sorprendidos, este patito no era pequeño ni amarillo y tampoco estaba cubierto de suaves plumas. Este patito era grande, gris y en vez del esperado graznido, cada vez que hablaba sonaba como una corneta vieja.
Aunque nadie dijo nada, todos pensaron lo mismo: “Este patito es demasiado feo”.
Pasaron los días y todos los animales de la granja se burlaban de él. El patito feo se sintió muy triste y una noche escapó de la granja para buscar un nuevo hogar.
El patito feo recorrió la profundidad del bosque y cuando estaba a punto de darse por vencido, encontró el hogar de una humilde anciana que vivía con una gata y una gallina. El patito se quedó con ellos durante un tiempo, pero como no estaba contento, pronto se fue.
Al llegar el invierno, el pobre patito feo casi se congela. Afortunadamente, un campesino lo llevó a su casa a vivir con su esposa e hijos. Pero el patito estaba aterrado de los niños, quienes gritaban y brincaban todo el tiempo y nuevamente escapó, pasando el invierno en un estanque pantanoso.
Finalmente, llegó la primavera. El patito feo vio a una familia de cisnes nadando en el estanque y quiso acercárseles. Pero recordó cómo todos se burlaban de él y agachó la cabeza avergonzado. Cuando miró su reflejo en el agua se quedó asombrado. Él no era un patito feo, sino un apuesto y joven cisne. Ahora sabía por qué se veía tan diferente a sus hermanos y hermanas. ¡Ellos eran patitos, pero él era un cisne! Feliz, nadó hacia su familia.
La cigarra y la hormiga.
Durante todo un verano, una cigarra se dedicó a cantar y a jugar sin preocuparse por nada. Un día, vio pasar a una hormiga con un enorme grano de trigo para almacenarlo en su hormiguero.
La cigarra, no contenta con cantar y jugar, decidió burlarse de la hormiga y le dijo:
—¡Qué aburrida eres!, deja de trabajar y dedícate a disfrutar.
La hormiga, que siempre veía a la cigarra descansando, respondió:
—Estoy guardando provisiones para cuando llegue el invierno, te aconsejo que hagas lo mismo.
—Pues yo no voy a preocuparme por nada —dijo la cigarra—, por ahora tengo todo lo que necesito.
Y continuó cantando y jugando.
El invierno no tardó en llegar y la cigarra no encontraba comida por ningún lado. Desesperada, fue a tocar la puerta de la hormiga y le pidió algo de comer:
—¿Qué hiciste tú en el verano mientras yo trabajaba? —preguntó la hormiga.
—Andaba cantando y jugando —contestó la cigarra.
—Pues si cantabas y jugabas en verano —repuso la hormiga—, sigue cantando y jugando en el invierno.
Dicho esto, cerró la puerta.
La cigarra aprendió a no burlarse de los demás y a trabajar con disciplina.
Moraleja: Para disfrutar, primero tienes que trabajar.
Tío Tigre, Tío Conejo y los mangos.
Una tarde de verano, Tío Tigre y Tío Conejo quisieron dejar a un lado sus diferencias y dar un paseo por el campo. Al cabo de varias horas, el calor se hizo insoportable y los nuevos amigos decidieron sentarse a la sombra de un frondoso árbol de mangos.
Los mangos eran pequeños, pero dulces y jugosos. Tío Conejo y Tío Tigre comieron muchas de estas frutas hasta quedarse dormidos.
Al despertar, Tío Tigre levantó la vista hacia las ramas del árbol y le dijo a Tío Conejo:
—¡En este mundo todo está al revés! Este árbol tan alto tiene mangos pequeños, mientras que las enormes sandías nacen de tallos en la tierra. Pasa lo mismo contigo Tío Conejo, eres bajo de estatura, pero bastante orejón.
Al final de estas palabras, le cae a Tío Tigre un mango en la cabeza.
—¡Qué afortunado eres Tío Tigre! Si las sandías crecieran en los árboles, menudo golpe que te hubieras llevado —dijo Tío Conejo, revolcándose de la risa.
Y fue así que Tío tigre y Tío conejo volvieron a enemistarse.
Moraleja: Criticar sin fundamento solo afecta a quien critica.
La mosca y la polilla
Una noche cualquiera, una mosca se posó sobre un frasco rebosante de miel y comenzó a comerla alrededor del borde. Poco a poco, se alejó del borde y entró desprevenida en el frasco, hasta quedar atrapada en el fondo. Sus patas y alas se habían pegado con la miel y no podía moverse.
Justo en ese momento, una polilla pasó volando y, al ver la mosca forcejear para liberarse, dijo:
—¡Oh, mosca insensata! ¿Era tanto tu apetito que terminaste así? Si no fueras tan glotona estarías en mejores condiciones.
La pobre mosca no tenía cómo defenderse de las certeras palabras de la polilla y siguió luchando. Al cabo de unas horas, vio a la Polilla volando alrededor de una fogata, atraída por las llamas; la polilla volaba cada vez más cerca de estas, hasta que se quemó las alas y no pudo volver a volar.
—¿Qué? —dijo la mosca—. ¿Eres insensata también? Me criticaste por comer miel; sin embargo, toda tu sabiduría no te impidió jugar con fuego.
Moraleja: Piensa en tus propios errores antes de criticar a los demás.
El príncipe rana
En una tierra muy lejana, una princesa disfrutaba de la brisa fresca de la tarde afuera del palacio de su familia. Ella llevaba consigo una pequeña bola dorada que era su posesión más preciada. Mientras jugaba, la arrojó tan alto que perdió vista de ella y la bola rodó hacia un estanque. La princesa comenzó a llorar desconsoladamente. Entonces, una pequeña rana salió del estanque saltando.
—¿Qué pasa bella princesa? —preguntó la rana.
La princesa se enjugó las lágrimas y dijo:
—Mi bola dorada favorita está perdida en el fondo del estanque, y nada me la devolverá.
La rana intentó consolar a la princesa, y le aseguró que podía recuperar la bola dorada si ella le concedía un solo favor.
—¡Cualquier cosa! ¡Te daré todas mis joyas, puñados de oro y hasta mis vestidos! —exclamó la princesa.
La rana le explicó que no tenía necesidad de riquezas, y que a cambio solo pedía que la princesa le permitiera comer de su plato y dormir en su habitación.
La idea de compartir el plato y habitación con una rana desagradó muchísimo a la princesa, pero aceptó pensando que la rana jamás encontraría el camino al palacio.
La rana se sumergió en el estanque y en un abrir y cerrar de ojos había recuperado la bola.
A la mañana siguiente, la princesa encontró a la rana esperándola en la puerta del palacio.
—He venido a reclamar lo prometido —dijo la rana.
Al escuchar esto, la princesa corrió hacia su padre, llorando. Cuando el amable rey se enteró de la promesa, dijo:
—Una promesa es una promesa. Ahora, debes dejar que la rana se quede aquí.
La princesa estaba muy enojada, pero no tuvo otra opción que dejar quedar a la rana. Fue así como la rana comió de su plato y durmió en su almohada. Al final de la tercera noche, la princesa cansada de la presencia del huésped indeseable, se levantó de la cama y tiró la rana al piso. Entonces la rana le propuso un trato:
—Si me das un beso, desapareceré para siempre —dijo la rana.
La princesa muy asqueada plantó un beso en la frente huesuda de la rana y exclamó:
—He cumplido con mi parte, ahora márchate inmediatamente.
De repente, una nube de humo blanco inundó la habitación. Para sorpresa de la princesa, la rana era realmente un apuesto príncipe atrapado por la maldición de una bruja malvada. Su beso lo había liberado de una vida de soledad y tristeza. La princesa y el príncipe se hicieron amigos al instante, después de unos años se casaron y vivieron felices para siempre.
El perro y su reflejo
Un perro muy hambriento caminaba de aquí para allá buscando algo para comer, hasta que un carnicero le tiró un hueso. Llevando el hueso en el hocico, tuvo que cruzar un río. Al mirar su reflejo en el agua creyó ver a otro perro con un hueso más grande que el suyo, así que intentó arrebatárselo de un solo mordisco. Pero cuando abrió el hocico, el hueso que llevaba cayó al río y se lo llevó la corriente. Muy triste quedó aquel perro al darse cuenta de que había soltado algo que era real por perseguir lo que solo era un reflejo.
Moraleja: Valora lo que tienes y no lo pierdas por envidiar a los demás.
Anansi y el coco encantado.
Pero Anansi estaba dichosa. No podía esperar a poner su plan en marcha otra vez. Una vez más, se sentó a esperar cuando de repente pasó el elefante por el camino. El inocente animal llevaba en su trompa un canasto lleno de deliciosas bananas. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
—¡Qué coco más grande!
¡PLAF! Al decir estas palabras, el elefante sintió un estupor y cayó en un sueño profundo. Anansi se acercó al elefante y se llevó el canasto de bananas.
Unas cuantas horas después, el elefante se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. Buscó por todos lados, pero no encontró su canasto de bananas. El elefante estaba muy triste.
Pero Anansi estaba muy feliz, porque al llegar la tarde, también el perro, la gallina, la rata y el ratón habían caído en su trampa y mientras dormían, él se hizo a la comida de todos los desprevenidos caminantes.
Durante todo este tiempo, la comadreja había estado observando a Anansi. El comportamiento de la araña no la sorprendía, pues Anansi también la había engañado antes. Esta era su oportunidad de darle una lección a la astuta araña.
De esta manera, la comadreja fue al mercado para abastecerse. Pretendiendo no estar enterada de las artimañas de la araña, pasó por el camino sosteniendo una bandeja cubierta de pescados de todos los tamaños y colores. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
—No creo lo que ven mis ojos.
Sin decir las palabras mágicas, la comadreja se quedó parada mirando la fruta por varios minutos.
A Anansi se le hacía agua la boca de ver los pescados y no podía esperar más para comérselos. Entonces salió del arbusto y saludó a la comadreja.
—Hola amiga, me alegro de verte —dijo Anansi señalando el enorme coco y añadió—: ¿Puedes decirme lo que ven tus ojos?
— No sé qué veo Anansi, ¿me lo puedes decir tú? —respondió la comadreja.
Anansi estaba perdiendo la paciencia:
—Se supone que debes decir lo que ves —contestó muy fastidiado.
—Está bien Anansi, diré lo que me pides: ¡LO QUE VES! —repuso la comadreja, evitando a toda costa decir las palabras mágicas.
—¡NO! — gritó Anansi—. Se supone que debes decir: “¡QUÉ COCO MÁS GRANDE!”
¡PLAF!… Anansi sintió un estupor y cayó en un sueño profundo otra vez más.
Unas cuantas horas después, Anansi se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. El elefante, el burro y el resto de sus víctimas lo miraban muy enojados.
—¡Anansi, devuélvenos lo que es nuestro! — dijeron al unísono.
La comadreja les había contado lo sucedido, pero Anansi tenía un enorme apetito y de los alimentos no quedaba nada. Entonces, los animales idearon un plan para recuperar lo perdido.
—Ve al mercado y vende lo que tengas para pagarnos la comida que te llevaste —dijeron.
Y fue así como Anansi terminó en el mercado vendiendo pasteles de coco, agua de coco, leche de coco, harina de coco, puré de coco, coco rallado…
¡Y todo lo que te imagines que se puede hacer con un coco del tamaño de un hipopótamo!
La araña Anansi estaba de paseo por un bosque de palmas cuando de repente se encontró en el camino un coco del tamaño de un hipopótamo. Incrédulo, Anansi se frotó los ojos para asegurarse de que lo que veía era cierto:
— ¡Qué coco más grande! —dijo admirado.
¡PLAF! Al terminar estas palabras, Anansi sintió un estupor y cayó en un sueño profundo.
Unas cuantas horas después, se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas.
—¿Qué ha pasado? —se preguntó—. Caminé por el bosque, me encontré este coco, luego dije: ¡Qué coco más grande!
¡PLAF! Al decir estas palabras vuelve a sentir el estupor y cae en un sueño profundo.
Al despertar, Anansi dijo:
—Este es un coco encantado, cualquiera que diga las palabras mágicas caerá en un sueño profundo. ¡Debo encontrar la manera de aprovechar mi descubrimiento!
En ese momento, Anansi ideó un plan. Hizo rodar el coco hasta la mitad del camino que conducía al mercado del pueblo. Luego se escondió detrás de un frondoso arbusto y esperó pacientemente.
Muy pronto, el burro pasó por el camino cargando en su lomo una bolsa llena de naranjas grandes muy dulces. Al ver el coco gigantesco, se detuvo para decir con asombro:
—¡Qué coco más grande!
¡PLAF! Al decir estas palabras, el pobre burro sintió un estupor y cayó en un sueño profundo. Anansi saltó de su escondite mientras el burro dormía y se llevó la bolsa de naranjas.
Unas cuantas horas después, el burro se despertó sintiendo su cabeza dar vueltas. Buscó por todos lados, pero no encontró su bolsa de naranjas. El burro estaba muy triste.
La gallinita roja
Érase una vez una gallinita roja que encontró un grano de trigo.
—¿Quién plantará este grano? —preguntó.
—Yo no —dijo el perro.
—Yo no —dijo el gato.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!
Y plantó el grano de trigo y este creció muy alto.
—¿Quién cortará este trigo? —preguntó la gallinita roja.
—Yo no —dijo el perro.
—Yo no —dijo el gato.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!
Y cortó el trigo.
—¿Quién llevará el trigo al molino para hacer la harina? —preguntó la gallinita roja.
—Yo no —dijo el perro.
—Yo no —dijo el gato.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!
Llevó el trigo al molino y más tarde regresó con la harina.
—¿Quién amasará esta harina? —preguntó la gallinita roja.
—Yo no —dijo el perro.
—Yo no —dijo el gato.
—Yo no —dijo el cerdo.
—Entonces lo haré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!
La gallinita amasó la harina y luego horneó el pan.
—¿Quién se comerá este pan? —preguntó la gallinita roja.
—Yo —dijo el perro.
—Yo —dijo el gato.
—Yo —dijo el cerdo.
—No, me lo comeré yo —dijo la gallinita roja—. ¡Clo, clo!
Y se comió todo el pan.
Moraleja: No esperes recompensa sin colaborar con el trabajo.
La piel del cocodrilo
Cuenta la leyenda africana que, antes de que el hombre habitara la Tierra, el cocodrilo tenía una piel suave, lisa y dorada que resplandecía con los rayos del sol y a la luz de la luna.
El cocodrilo se pasaba todo el día sumergido en las aguas fangosas protegiendo su piel del sol y solo salía de noche. Los otros animales del pantano comenzaron a notar la belleza de la piel del cocodrilo y llegaban en manada para admirarlo.
El cocodrilo se sintió muy orgulloso de su piel y comenzó a salir durante el día para deleitarse con la admiración de los otros animales. Cada día, pasaba más y más tiempo fuera de las aguas fangosas, exponiendo su piel a los abrasadores rayos del sol africano.
—Soy muy hermoso, ¿no les parece? —les preguntaba a sus admiradores.
—¡Claro que sí! —respondían todos deslumbrados.
Pronto, los animales se cansaron de la actitud presumida del cocodrilo y dejaron de visitarlo.
El cocodrilo, con la esperanza de recuperar la atención perdida, pasó todo el día, todos los días, bajo el sol. Su piel se tornó gris, abultada y escamosa.
El cocodrilo nunca se recuperó de la vergüenza e incluso hoy desaparecerá de la vista ante la presencia de otros, dejando solo sus ojos y sus fosas nasales sobre la superficie del agua.
La ratita presumida
Érase una vez una ratita que era muy presumida. Un día estaba barriendo su casita, cuando de repente encontró en el suelo algo que brillaba: era una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y dichosa se puso a pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé, me compraré caramelos. ¡Oh no!, se me caerán los dientes. Pues me compraré pasteles. ¡Oh no! me dolerá la barriguita. Ya sé, me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
La ratita guardó la moneda en su bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita.
Al día siguiente, la ratita se puso el lacito en la colita y salió al balcón de su casa para que todos pudieran admirarla. En eso que aparece un gallo y le dice:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo cacareo así: quiquiriquí —respondió el gallo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con un tono muy indiferente.
Se fue el gallo y apareció el perro:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo ladro así: guau, guau — respondió el perro.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita sin ni siquiera mirarlo.
Se fue el perro y apareció el cerdo.
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo gruño así: oinc, oinc— respondió el cerdo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con mucho desagrado.
El cerdo desaparece por donde vino, llega un gato blanco y le dice a la ratita:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo maúllo así: miau, miau— respondió el gato con un maullido muy dulce.
—¡Ay, sí!, contigo me casaré, tienes un maullido muy dulce.
La ratita muy emocionada, se acercó al gato para darle un abrazo y él sin perder la oportunidad de hacerse a buen bocado, se abalanzó sobre ella y casi la atrapa de un solo zarpazo.
La ratita pegó un brinco y corrió lo más rápido que pudo. De no ser porque la ratita no solo era presumida sino también muy suertuda, esta hubiera sido una muy triste historia.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado
Caperucita Roja
Un día, la mamá de Caperucita Roja la llamó y le dijo:
—Abuelita no se siente muy bien, he horneado unas galleticas y quiero que tú se las lleves.
—Claro que sí —respondió Caperucita Roja, poniéndose su capa y llenando su canasta de galleticas recién horneadas.
Antes de salir, su mamá le dijo:
— Escúchame muy bien, quédate en el camino y nunca hables con extraños.
—Yo sé mamá —respondió Caperucita Roja y salió inmediatamente hacia la casa de la abuelita.
Para llegar a casa de la abuelita, Caperucita debía atravesar un camino a lo largo del espeso bosque. En el camino, se encontró con el lobo.
—Hola niñita, ¿hacia dónde te diriges en este maravilloso día? —preguntó el lobo.
Caperucita Roja recordó que su mamá le había advertido no hablar con extraños, pero el lobo lucía muy elegante, además era muy amigable y educado.
—Voy a la casa de abuelita, señor lobo —respondió la niña—. Ella se encuentra enferma y voy a llevarle estas galleticas para animarla un poco.
—¡Qué buena niña eres! —exclamó el lobo. —¿Qué tan lejos tienes que ir?
—¡Oh! Debo llegar hasta el final del camino, ahí vive abuelita—dijo Caperucita con una sonrisa.
—Te deseo un muy feliz día mi niña —respondió el lobo.
El lobo se adentró en el bosque. Él tenía un enorme apetito y en realidad no era de confiar. Así que corrió hasta la casa de la abuela antes de que Caperucita pudiera alcanzarlo. Su plan era comerse a la abuela, a Caperucita Roja y a todas las galleticas recién horneadas.
El lobo tocó la puerta de la abuela. Al verlo, la abuelita corrió despavorida dejando atrás su chal. El lobo tomó el chal de la viejecita y luego se puso sus lentes y su gorrito de noche. Rápidamente, se trepó en la cama de la abuelita, cubriéndose hasta la nariz con la manta. Pronto escuchó que tocaban la puerta:
—Abuelita, soy yo, Caperucita Roja.
Con vos disimulada, tratando de sonar como la abuelita, el lobo dijo:
—Pasa mi niña, estoy en camita.
Caperucita Roja pensó que su abuelita se encontraba muy enferma porque se veía muy pálida y sonaba terrible.
—¡Abuelita, abuelita, qué ojos más grandes tienes!
—Son para verte mejor —respondió el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, qué orejas más grandes tienes!
—Son para oírte mejor —susurró el lobo.
—¡Abuelita, abuelita, que dientes más grandes tienes!
—¡Son para comerte mejor!
Con estas palabras, el malvado lobo tiró su manta y saltó de la cama. Asustada, Caperucita salió corriendo hacia la puerta. Justo en ese momento, un leñador se acercó a la puerta, la cual se encontraba entreabierta. La abuelita estaba escondida detrás de él.
Al ver al leñador, el lobo saltó por la ventana y huyó espantado para nunca ser visto.
La abuelita y Caperucita Roja agradecieron al leñador por salvarlas del malvado lobo y todos comieron galleticas con leche. Ese día Caperucita Roja aprendió una importante lección:
“Nunca debes hablar con extraños”.
Las dos ranitas de Japón
Esta es la historia de dos ranitas. Ambas vivían muy felices en Japón, pero en diferentes ciudades; una vivía en Kioto y la otra en Osaka.
Una mañana, las dos ranitas se despertaron muy aburridas y decidieron que era hora de explorar otros lugares:
—Hoy partiré hacia Osaka —se dijo la ranita de Kioto.
—Hoy viajaré a Kioto —se dijo la ranita de Osaka.
Sin saberlo, las ranitas empacaron sus cosas al mismo tiempo y salieron saltando hasta el camino de la montaña que unía las dos ciudades.
El viaje resultó ser más largo de lo planeado y por esas cosas del destino; las dos ranitas, muy agotadas, se detuvieron en la cima de la montaña.
Al encontrarse, las dos ranitas se observaron con emoción. Luego, se saludaron y entablaron conversación. Fue así como supieron hacia donde se dirigían.
—¡Voy a Osaka! — dijo la ranita de Kioto—. Escuché que es una ciudad esplendorosa.
—¡Y yo voy a Kioto! — respondió la ranita de Osaka—. Todos dicen que es una ciudad espléndida.
—Es una pena que no seamos más altas— dijo la ranita de Kioto—. Si lo fuéramos, podríamos ver desde lo alto de esta montaña la ciudad que queremos visitar.
—¡Tengo una idea! — exclamó la ranita de Osaka—. Parémonos de puntitas con nuestras patas traseras y apoyémonos una a la otra. Así podemos echarle un vistazo a la ciudad a donde vamos.
Entonces, las dos ranitas se pararon de puntitas y se tomaron de las patas delanteras para no caerse.
La rana de Kioto alzó la cabeza y miró hacia Osaka. La rana de Osaka también alzó la cabeza y miró hacia Kioto
—¡Qué decepción! — dijo la ranita de Kioto—. Osaka es igual a Kioto.
—¡Qué desilusión! — dijo la ranita de Osaka—. Kioto es igual a Osaka.
En ese momento, la ranita de Kioto dijo:
—Me alegra que hayamos descubierto esto, ahora podemos ahorrarnos el largo viaje y regresar a casa.
Las dos se despidieron y comenzaron a saltar muy felices de vuelta a sus ciudades.
Sin embargo, las dos ranitas olvidaron que todas las ranitas del mundo tienen los ojos en la parte de arriba de la cabeza. En realidad, veían lo que estaba atrás y no adelante. ¡La ranita de Kioto estaba mirando hacia Kioto y la de Osaka estaba mirando hacia Osaka
Tío Tigre y Tío Conejo
Una calurosa mañana, se encontraba Tío Conejo recolectando zanahorias para el almuerzo. De repente, escuchó un rugido aterrador: ¡era Tío Tigre!
—¡Ajá, Tío Conejo! —dijo el felino—. No tienes escapatoria, pronto te convertirás en un delicioso bocadillo.
En ese instante, Tío Conejo notó unas piedras muy grandes en lo alto de la colina e ideó un plan.
—Puede que yo sea un delicioso bocadillo, pero estoy muy flaquito —dijo Tío Conejo—. Mira hacia la cima de la colina, ahí tengo mis vacas y te puedo traer una. ¿Por qué conformarte con un pequeño bocadillo, cuando puedes darte un gran banquete?
Como Tío Tigre se encontraba de cara al sol, no podía ver con claridad y aceptó la propuesta. Entonces le permitió a Tío Conejo ir colina arriba mientras él esperaba abajo.
Al llegar a la cima de la colina, Tío Conejo gritó:
—Abre bien los brazos Tío Tigre, estoy arreando la vaca más gordita.
Entonces, Tío Conejo se acercó a la piedra más grande y la empujó con todas sus fuerzas. La piedra rodó rápidamente.
Tío Tigre estaba tan emocionado que no vio la enorme piedra que lo aplastó, dejándolo adolorido por meses.
Tío Conejo huyó saltando de alegría.
Moraleja:
Más vale ser astuto que fuerte.
El gato con botas
Érase una vez un molinero muy pobre que dejó a sus tres hijos por herencia un molino, un asno y un gato. En el reparto, el molino fue para el hijo mayor, el asno para el segundo y el gato para el más joven. Éste último se lamentó de su suerte en cuanto supo cuál era su parte.
—¿Qué será de mí? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo un gato.
El gato escuchó las palabras de su joven amo y decidido a ayudarlo, dijo:
—No se preocupe mi señor, yo puedo ser más útil y valioso de lo que piensa. Le pido que por favor me regale un saco y un par de botas para andar entre los matorrales.
Aunque el joven amo no creyó en las palabras del gato, le dio lo que pedía pues sabía que él era un animal muy astuto.
Poniendo su plan en marcha, el gato reunió algunas zanahorias y se fue al bosque a cazar conejos. Con el saco lleno de conejos y sus botas nuevas, se dirigió hacia el palacio real y consiguió ser recibido por el rey.
—Su majestad, soy el gato con botas, leal servidor del marqués de Carabás —este fue el primer nombre que se le ocurrió al gato—. El marqués quiere ofrecerle estos regalos.
Los conejos agradaron mucho al rey.
Al día siguiente, el gato con botas volvió al bosque y atrapó un jabalí. Una vez más, lo presentó al rey, como un regalo del marqués de Carabás.
Durante varias semanas, el gato con botas atrapó más animales para presentarlos como regalos al rey. El rey estaba muy complacido con el marqués de Carabás.
Un día, el gato se enteró que el rey iba de visita al río en compañía de su hija, la princesa, y le dijo a su amo:
—Haga lo que le pido mi señor, vaya al río y báñese en el lugar indicado. Yo me encargaré del resto.
El joven amo le hizo caso al gato. Cuando la carroza del rey pasó junto al río, el gato se puso a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Socorro, socorro! ¡El señor marqués de Carabás se está ahogando!
Recordando todos los regalos que el marqués le había dado, el rey ordenó a su guarda a ayudar al joven. Como el supuesto marqués de Carabás se encontraba empapado y su ropa se había perdido en la corriente del río, el rey también ordenó que lo vistieran con el traje más elegante y lo invitó a pasar al carruaje. En el interior del carruaje se encontraba la princesa quien se enamoró inmediatamente del apuesto y elegante marqués de Carabás.
El gato, encantado de ver que su plan empezaba a dar resultado, se fue delante de ellos. Al encontrar unos campesinos que cortaban el prado en un enorme terreno, dijo:
—Señores campesinos, si el rey llegara a preguntarles a quién pertenecen estas tierras, deben contestarle que pertenecen al marqués de Carabás. Háganlo y recibirán una gran recompensa.
Cuando el rey se detuvo a preguntar, los campesinos contestaron al unísono:
—Su majestad, estas tierras son de mi señor, el marqués de Carabás.
El gato, caminando adelante de la carroza, iba diciendo lo mismo a todos los campesinos que se encontraba. El rey preguntaba lo mismo y con cada respuesta de los campesinos, se asombraba más de la riqueza del señor marqués de Carabás.
Finalmente, el ingenioso gato llegó hasta el más majestuoso castillo que tenía por dueño y señor a un horripilante y malvado ogro. De hecho, todas las tierras por las que había pasado el rey pertenecían a este castillo.
El gato sabía muy bien quién era el ogro y pidió hablar con él. Para no ser rechazado, le dijo al ogro que le resultaba imposible pasar por su castillo y no tener el honor de darle sus respetos. El ogro sintiéndose adulado le permitió pasar.
—Señor, he escuchado que usted tiene el envidiable don de convertirse en cualquier animal que desee —dijo el gato.
— Es cierto —respondió el ogro—, y para demostrarlo me convertiré en león.
El gato se asustó de tener a un león tan cerca. Sin embargo, estaba decidido a seguir con su elaborado plan.
Cuando el ogro volvió a su horripilante forma, el gato dijo:
—¡Sus habilidades son extraordinarias! Pero me parecería más extraordinario que usted pudiera convertirse en algo tan pequeño como un ratón.
—Claro que sí puedo—respondió el ogro un tanto molesto.
Cuando el ogro se convirtió en ratón, el gato lo atrapó de un solo zarpazo y se lo comió.
Al escuchar que se acercaba el carruaje, el gato corrió hacia las puertas del castillo para darle la bienvenida al rey:
—Bienvenido al castillo del señor marqués de Carabás.
—¿Cómo, señor marqués de Carabás? —exclamó el rey—. ¿También este castillo le pertenece?
El rey deslumbrado por la enorme fortuna del marqués de Carabás, dio su consentimiento para que se casara con la princesa.
Aquel joven que antes fue pobre se había convertido en un príncipe gracias a la astucia de un gato. El joven nunca olvidó los favores del gato con botas y lo recompensó con una capa, un sombrero y un par de botas nuevas.
Anansi y la sandía que hablaba
Muy temprano en la mañana, la araña Anansi se asomó por la ventana para observar a la comadreja regar su cultivo de sandías. Era un día muy caluroso y al codicioso Anansi se le hacía agua la boca de pensar en las maduras y jugosas frutas de su vecina. Sin embargo, como era tan perezoso, jamás se le hubiera ocurrido sembrar su propio cultivo.
A eso del mediodía, el calor se hizo insoportable. La comadreja dejó el azadón y la regadera a un lado, y entró a su casa a tomar la siesta. Anansi aprovechó la oportunidad para escabullirse rápidamente por la ventana hasta llegar al huerto.
Mientras su vecina roncaba del cansancio, Anansi buscó la sandía más grande y jugosa. Con la ayuda de una piedra puntuda que encontró en el camino, abrió un agujero por donde meterse y una vez adentro comió hasta que quedó redondo como una naranja.
En ese instante, escuchó a la comadreja acercarse. Pero no pudo salir de la sandía porque había engordado mucho y ya no cabía por el agujero por el que había entrado.
—¡Vaya lío en el que me he metido! —pensó Anansi—. Voy a tener que esperar hasta perder el peso que he ganado.
Anansi durmió un buen rato dentro de la sandía, pero la espera se le hizo muy larga y llegó el momento en que se sentía muy aburrido.
—¡Ya sé qué hacer! —dijo Anansi—. Cuando la comadreja se acerque le haré creer que esta sandía puede hablar.
Cuando la comadreja se acercó a la sandía donde se encontraba Anansi, escuchó una voz que decía:
—Buenas tardes señora Comadreja, muchas gracias por cultivarme.
La comadreja no podía creer lo que escuchaban sus oídos, muy exaltada dijo:
—Yo no sabía que las sandías podían hablar.
— Claro que hablamos —dijo Anansi, imitando la mejor voz de sandía que pudo ocurrírsele—, pero tú no tienes una buena escucha.
— ¡Fantástico, maravilloso!, debo llevarle esta sandía al rey elefante para que me recompense por este descubrimiento —dijo la comadreja y salió apurada cargando la sandía.
En su rumbo al Palacio Real, se encontró con la liebre.
—Señora comadreja, ¿a dónde va con tanto apuro? —preguntó la liebre.
—Debo llevarle esta sandía al rey elefante —respondió la comadreja.
—El rey elefante tiene muchas sandías, ¿para qué quieres llevarle esa? —replicó la liebre.
—Porque esta sandía puede hablar —respondió la señora comadreja, con el mayor orgullo.
—Yo no sabía que las sandías podían hablar —dijo la liebre con mucha desconfianza.
— Claro que hablamos —dijo Anansi, disfrutando su engaño—, pero tú no tienes una buena escucha.
—¡Increíble, extraordinario!, debo acompañarte a llevarle esta sandía al rey.
En rumbo al Palacio Real, la comadreja y la liebre se toparon con el pato, la ardilla, el zorrillo y la zarigüeya. Uno a uno, se burlaron hasta que escucharon a la sandía hablar. De inmediato, todos querían ir hasta el rey para mostrarle la asombrosa sandía.
Cuando llegaron al Palacio Real, el rey elefante les preguntó:
—¿Para qué me traen esta sandía? Yo tengo miles de ellas.
—Su majestad, usted no tiene una como esta — respondieron todos al unísono—. Esta sandía puede hablar.
—Yo no sabía que las sandías podían hablar —dijo el rey elefante con mucha desconfianza.
— Claro que hablamos —dijo Anansi, disfrutando su engaño aún más—, pero usted, a pesar de ser el rey, no tiene una buena escucha.
—¿Cómo que no tengo buena escucha?, ¿acaso crees que tengo estas enormes orejas de decoración? —refutó el rey elefante encolerizado.
Fue entonces que el rey tomó con su trompa a la sandía que hablaba y la arrojó tan lejos como pudo. La sandía cayó en el huerto de la comadreja partiéndose a la mitad. Anansi regresó a su casa sin complicaciones.
A la mañana siguiente, Anansi se despertó con un enorme apetito, abrió su ventana y escuchó a la comadreja decir con frustración:
—¡Nunca volveré a sembrar sandías!
Anansi, escondido detrás de su ventana respondió imitando la mejor voz de sandía:
—Siembra ñames para la próxima cosecha.
Pero no te sorprendas por esta inusual petición, aunque tal vez no te gusten las papas dulces, ¡estas son y serán la comida favorita de Anansi!